El sombrero beige de verano
En aquel momento no sabía que el
verano de 2019 me quedaría grabado como uno de los mejores de mi vida. En aquel
momento fue un verano como muchos otros: vuelta a España, una semana en Madrid,
cinco días en Almería con una familia, cinco en Jávea con la otra, y entre paellitas
y horchatas pasábamos las vacaciones antes de volver de regreso a Toronto. Pero
resultó que ese año, por alguna razón o por otra, mis padres se volvían a Canadá
pronto y a mí me quedaban ganas de marcha. Como no había visto mucho a los
abuelos, me organicé y fui en su busca para disfrutar de ellos unos días más. Total,
que una mañana temprano, cogíamos mi primo y yo un autobús en Madrid que nos llevaba
directos a Lerma.
El autobús entraba en la pequeña estación
del pueblito burgalés cuando vi al abuelo Antonio por la ventana, esperando de
pie delante del coche con sus pantalones largos claros, su camisa azul
remangada y metida por dentro, y su sombrero beige de verano. Después de un
fuerte abrazo de dos palmadas en la espalda y de insistirle varias veces que no
subiera él las maletas al coche, nos llevó conduciendo a casa. Los abuelos se
habían ablandado con los años, porque a sus hijos no les habrían recogido
estando a diez minutos de casa andando. Primero porque la abuela Conchita no lo
habría permitido. Todavía ella nos daba el sermón de que si a los dieciocho
años uno se pierde es que es tonto, pero muy rápido que iba después a pedirle
al abuelo que nos recogiese, no vaya a ser que no sepan llegar a casa o que les
vaya a dar una insolación. Ventajas de ser nieto, supongo.
El plan era el siguiente: por
las mañanas paseo por Lerma – porque arte e historia no faltaban, – o mercadillo,
o visita a las monjas o lo que tocase. Vermú en Villalmanzo o aperitivo en el
merendero del primo Manuel, seguido de un menú del día en algún restaurante del
pueblo, donde nunca faltaba el vino con Casera ni la morcilla de Burgos, y por
tanto no faltaba la historia del abuelo de cómo la palabra morcilla viene de mauricellus
que significa negro en alguna forma del latín. Por las tardes excursión y
visita cultural a pueblos de la zona como Covarrubias o Silos y terminando con
una cervecita en Ruyales, donde mientras mi primo y yo jugábamos al mus con los
del pueblo, los abuelos se entretenían hablando con familiares y otros
conocidos.
A sus ochenta y cuatro años,
el abuelo tenía más energía y ganas de vivir que muchos de sesenta, y la abuela
– unos años más joven – le seguía a donde le llevase. Cuando estaban ellos solos,
se escapaban con el coche todoterreno a explorar nuevos caminos de tierra y
perderse por los campos de alrededor, y cuando estábamos nosotros, pues nos
llevaban con ellos. Lo de entrar al coche del abuelo era todo un ritual: primero
colocaba su cojincito azul mientras se quitaba el sombrero y se sentaba. Después
pasaba para atrás el sombrero para que se lo dejásemos con cuidado en el
maletero. Colocaba meticulosamente en las ventanas sus cartoncitos recortados manualmente
a medida para cubrirle los ojos del sol de la tarde. Finalmente, activaba el
GPS, y cuando ya estaba todo listo, nos poníamos en marcha. Mientras conducía y
contaba historias de su infancia o de la mili, yo disfrutaba escuchando y a la
vez mirando por la ventana aquellos infinitos campos castellanos de color
amarillo pálido, marrones rojizos y tonos verdes pardo con alguna que otra
hilera de álamos – o chopos, como decía el abuelo.
Pobrecillos abuelos, lo que
les hicimos pasar a veces. Cuando llegaron más nietos ya no cabíamos en el
coche, así que en una de las excursiones, mi primo y yo hicimos quince
kilómetros en bici desde Lerma hasta Puentedura, siguiendo el camino que bordea
el Arlanza y con el abuelo de coche escoba, tan gracioso y preocupado como de
costumbre con la angustia de que a ver si se iban a perder o si no nos íbamos a
reencontrar una vez llegados al destino. Después de hacerse una hora de viaje
en coche a velocidad de bicicleta y a pleno sol, los pobres se conformaron con
un bocadillo casero y una cerveza de lata a la sombra de unos árboles mientras
nos bañábamos en el río. Cuánto disfrutamos esas aventuras improvisadas. Ahora
pienso que debieron ser agotadoras para ellos.
Y aquel día que nos llevó el
abuelo a Santo Domingo de Silos, no para ver el monasterio, sino para visitar
el famoso Cementerio de Sad Hill donde se rodó parte de El
Bueno, el Feo y el Malo – lugar al que siempre nos había dicho que nos
quería llevar a conocer. Aquella noche volvió tan emocionado que nos tragamos las
tres horas de película, parando en cada escena para contarnos qué parte de
Burgos era aquel paisaje que se hacía pasar por el Lejano Oeste. El abuelo disfrutó
aquella velada como un niño que vuelve a ver su película de vaqueros favorita,
y nosotros lo vivimos con él.
Y recuerdo que observando el
atardecer en aquel elevado campo de girasoles al que el abuelo nos había
llevado por caminos de tierra que tanto le gustaban, mientras el sol proyectaba
sus últimos rayos sobre el perfil de Lerma a lo lejos, no imaginábamos que ya no
habría más veranos como aquél. Poco más de medio año después el abuelo nos dejó
de repente.
Y así aprendí que la vida poco
a poco te va quitando sin avisar a las personas que más quieres, pero que los
recuerdos, las historias y los momentos entrañables que viví aquel verano no me
los puede quitar nadie; ni me quitan su sombrero beige de verano que guardo con
cariño sobre la lampara de mi cuarto en Canadá.
21 de julio, 2021
Gonzalo Martínez Santos
Instagram: @unpintorextraviado
#elveranodemivida
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